S.M.C. El Rey Don Felipe VI de España
Barcelona - 09/10/2017
La semana empezó mal para España, sin relato ni esperanza tras el fracaso del Gobierno y del Estado ante el referendo ilegal del 1 de octubre. El referendo no se celebró como tal, pero hubo votaciones y urnas dispuestas en colegios electorales abiertos. El independentismo ganó la calle y el relato y España se había mirado en el espejo y no se había gustado. El lunes todo estaba deprimido, deshilachado y nadie sabía hacia dónde mirar.
La huelga general del martes dio más alas a los independentistas y otra demostración callejera de la turba envalentonada desmoralizaba todavía más a una España irritada, arrinconada y que empezaba a dudar de su superioridad. Pero a primera hora de tarde empezó a circular el rumor de que el Rey podía dirigirse a la nación a las 9. El día anterior, mi amigo Juan Carlos Girauta me había sugerido, sin entrar en detalles, que el monarca estaba planteándose hacer algo excepcional. Sobre las 18:00 Zarzuela confirmó el rumor.
Y una España desorientada, alicaída y decepcionada recuperó el pulso con el discurso de su Rey, un discurso muy parecido al de su padre el 23F, en el formato y en el tono, en el inequívoco compromiso con la Constitución y en el ofrecimiento de absolutamente nada que no fuera todo el peso de la Ley a los golpistas. Habló el Rey y España empezó a levantarse, sobre todo en Cataluña. Los dos principales bancos anunciaban que se marchaban y otras muchas empresas y empresarios les acompañaban.
Empezó a tomar cuerpo la manifestación de ayer, en Barcelona y en las demás ciudades de España, que hacía mucho tiempo que no venían a Cataluña a celebrar nada. Desde los Juegos Olímpicos no veía a España por las calles de mi ciudad. Una España prácticamente desaparecida de la vida pública catalana y que ayer reverdeció con su cara más amable y festiva, en una insólita exhibición de fraternidad y poderío.
La semana de los peores días para España acabó ayer mucho mejor de lo que nadie el lunes se hubiera atrevido a soñar. El discurso del Rey fue el revulsivo que un país humillado necesitaba para volver a afirmarse en algo real y sirvió de advertencia severísima no sólo para el presidente de la Generalitat y su Govern sino para todos aquellos que en Cataluña han vivido del pasteleo subvencionado, haciéndose los amigos del Estado y patrocinando por debajo a los secesionistas, para cobrar también de las instituciones que ellos controlan.
Felipe VI compareció para decir, como Sabino, que Alfonso Armada ni estaba ni se le esperaba y desde el martes todo el mundo sabe a qué atenerse. Lo saben los que quieren continuar viviendo tan bien como viven, lo saben los que están a punto de meterse en el lío de su vida y lo saben y lo agradecen los que el domingo, el lunes y el martes se sintieron abandonados y rodeados defendiendo a su país.
El partido no está ganado y las cosas empeorarán antes de mejorar. Queda mucho sufrimiento y puede que el martes veamos lo que nunca habíamos visto antes. Si el Parlament declara la independencia asistiremos a escenas verdaderamente dramáticas. Pero el Rey con su alocución devolvió a España a la vida cuando más anonadada estaba y para explicar bien nuestra Historia será a partir de ahora necesario explicar la relación entre el discurso del rey Juan Carlos en 1981 y el de su hijo en 2017, y cómo la monarquía guió a los españoles en sus dos momentos más oscuros.
Ni tantas empresas se habrían atrevido a escenificar su marcha de Cataluña del modo en que o hicieron durante la semana pasada, ni Puigdemont dudaría tanto de sus próximos pasos, ni la manifestación de ayer hubiera tenido la afluencia, la alegría y el aire triunfal que tuvo sin el discurso inequívoco del Rey, que puso la Corona al servicio de la Constitución y de la unidad de España y convocó a todos los españoles al mismo compromiso.
El partido no está ganado pero España ha vuelto a sentirse natural y feliz en Cataluña e incluso en este siniestro mundo de legitimidades callejeras, la Ley y el orden han aprendido a defenderse con españoles de todas partes demostrando que están dispuestos a bajar a la arena para defender lo que quieren arrebatarles. Esto fue lo más importante de ayer: no tanto que Barcelona mostrara su alma española -que siempre la ha tenido, y hubo muchos españoles catalanes- sino que tantos españoles de tan distintas procedencias recordaran que también aquí están en su casa.
Es la hora más grave. Pero la nación ha sido convocada.
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